Erase una vez un gran alfarero. Su familia y sus amigos sabían
lo que era capaz de hacer. Ante un poco de barro, sus diestras manos creaban
las más increíbles y magníficas obras de arte. Cada obra que terminaba era aún
mejor que la anterior, y de esta forma llegó a terminar piezas dignas del mejor
museo del mundo. Todos estaban muy contentos, porque la fama y la gloria para
él era inevitable, y estaban seguros de que el mundo del arte iba a revolucionarse
con su obra.
Un día, el alfarero se postró ante su barro, y todos
esperaban ansiosos, pues sabían que estaba a punto de hacerse historia. Pero
algo ocurrió. El alfarero solo estaba delante de su barro, pero no hacía nada
con él.
No pasa nada, decían algunos. Seguro que es algo temporal...
pero los días pasaron, y el alfarero siempre repetía la misma rutina. Se lavaba
las manos concienzudamente, se sentaba frente al barro, y se mantenía inmóvil
durante horas.
De esta terrible forma pasaron semanas, meses... años...
hasta que un fatídico día el alfarero murió. Su gran obra, que perduraría más
allá de él mismo, nunca vio la luz, pues allí estaba el húmedo y torpe barro
aún sin forma.
Y a ti... ¿Seguro que no tienes tu barro delante tuya y no le estás
dando forma?
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